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Higinio

El imbécil social (2)

El imbécil tiene labia, capacidad de locución cara al público, pero tiene un discurso vacío. Eso es una clara diferencia con el hijoputa. Mientras que el hijoputa es un líder, el imbécil es un espantajo, la sombra de aquél. El imbécil puede ser patético cuando es dejado de la mano del hijoputa: basta mirar en numerosas ocasiones al dirigente político (hijoputa) y a su segundo (imbécil) para darse cuenta de la diferencia. Esta relación repondería, quizás, a esa otra ley histórica que apunta que, si bien la historia no se repite, lo que fue tragedia luego es farsa. Y, créanme, no estoy pensando en ningún dirigente concreto, esté o no metido en proceso congresual.
Cualquiera podría rebatir estas notas por poco científicas. Y no andaría desencaminado: he señalado que el término anda muy apegado al lenguaje vulgar, al uso que se le da en la calle: el insulto. (En otra ocasión teorizaremos sobre el insulto y la imprecación)
Y también se puede denunciar que hay mucha subjetividad en la catalogación de alguien como imbécil. Pues bien. Este (y siguientes) artículo pretende dar las pautas para la identificación y catalogación (acaso también la clasificación) del imbécil. Lamento (y pido disculpas) por mi deslizamiento hacia el ejemplo rápido: es posible que haya ahí un defecto profesional, de aclarar perceptualmente el concepto que trato de explicar.
El imbécil, decimos, es sombra del hijoputa. Por ese lado, es el tonto-útil que necesita el hijoputa como gancho, como vocero, como “fajador” para ganarse la masa que le ha de seguir. Pero ¿quién acepta ser la sombra de sólo por capricho del hijoputa? Nadie. Es de forma natural como el imbécil responde a la estrategia del hijoputa: es un caso perfecto de simbiosis. El imbécil necesita un hijoputa en qué creer para hacer lo que más le gusta: el imbécil (luego veremos el comportamiento: ahora tratamos la personalidad). A cambio, debe realizar para el hijoputa las tareas que éste no puede realizar sin “mojarse”, sin descubrirse más de la cuenta. Digamos que el imbécil está para llevar las hostias y el hijoputa para provocar que se las den; es raro que al hijoputa le lleguen los tortazos, pero al imbécil es relativamente frecuente.
El imbécil social, del que estamos hablando, no es, desde luego un débil mental. Puede, incluso, mostrar una agudeza propia de un libertario digital. Y nada de nihilismo en su comportamiento. Su conducta orientada a provocar desconcierto en el auditorio es la que arranca del espectador la descalificación rápida. Sólo entre candidatos a la imbecilidad, su mensaje es recibido con cierto alborozo o, al menos, no provoca ese sentimiento de desagrado. Vayan ustedes a un mitin de un candidato político opuesto a sus simpatías políticas: tienen delante (si no es un hijoputa, que no hay tantos, claro) al imbécil, al autor de imbecilidades constantes.
Pero ¿es posible evitar el relativismo para poder demostrar que la tasa de imbéciles es históricamente estable y baja?. Eso creemos. Por eso lo intentamos en este ensayo. Pero, por favor, no vayan a ver cómo quedó el color naranja en los nuevos símbolos: me pondrían difícil la demostración.

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